El viento susurraba entre las tumbas desgastadas del cementerio de San Vicente, llevando consigo el gélido aliento de la noche. Dos siluetas pequeñas, las de Miguel y Sofía, corrían entre las lápidas, sus sombras alargadas bailando a la luz de la luna. Habían llegado buscando emociones fuertes, desafiando la advertencia de su abuela sobre no acercarse al cementerio después del anochecer. Ahora, el arrepentimiento les helaba la sangre.
Un gruñido gutural, profundo como el abismo, les heló la sangre. No era el viento. Algo los perseguía. Algo grande, algo… diferente. El sonido se acercaba, un arrastrar de pies sobre la tierra húmeda, mezclado con el crujido de huesos secos. Sofía tropezó, cayendo sobre una fría losa de mármol. Miguel se detuvo, presa del pánico.
La oscuridad era total, salvo por los destellos de la luna entre las ramas de los árboles. Entonces, lo vieron. Una figura gigantesca, amorfa, con ojos brillantes como brasas en la oscuridad, se alzaba sobre ellos. Sus extremidades eran largas y delgadas, como las ramas retorcidas de un árbol muerto, y su piel parecía hecha de tierra y sombra. Un hedor nauseabundo los envolvió, el olor a tierra húmeda, a podredumbre y a algo… más.
Miguel tomó a Sofía de la mano y corrieron de nuevo, sus pequeños corazones latiendo como martillos contra sus costillas. El monstruo los seguía, su gruñido cada vez más cercano, sus pasos pesados resonando en la silenciosa noche. Pasaron junto a tumbas con nombres borrados por el tiempo, cada una un recordatorio de los que descansaban bajo la tierra, y de la posibilidad de unirse a ellos.
La persecución parecía interminable. La respiración les faltaba, las piernas les ardían, pero el monstruo no cesaba. Entonces, vieron la reja del cementerio, la única salida. Con un último esfuerzo, lograron escapar, dejando atrás el hedor y el gruñido del monstruo. Se desplomaron al otro lado, jadeando, con los ojos fijos en la oscuridad que se cerraba detrás de ellos. Nunca más volverían a acercarse a ese cementerio. Nunca más.